A orillas del río Maas (algunos atrevidos lo llaman mar) se encuentran los fósiles del antaño vibrante pasado industrial y agrícola que utilizaba las mansas aguas como medio de transporte. Como medio de vida.
Grandes bloques de ladrillos, vigas de madera, encuadres metálicos al albur de la climatología autóctona que, sin riesgo a equivocarme, pondría como de parte activa en la amalgama cromática que muestran las fachadas con el persistente decapado. Y entre la intensa lucha entre la herrumbre y la vegetación, una bandera pirata.
Un recuerdo literario cruza la mente dejando como residuo la impactante frase con la que Manuel de Pedrolo oxigenaba la esperanza en El mecanoscrito del segundo origen. Como le pasa a Alba, uno siente una mezcla de temor y curiosidad. Un edificio de tres plantas adyacente a tal estandarte no parece ni abandonado ni tampoco en uso diario. Hay personas dentro que al verme abren la puerta. Poco puedo imaginarme que me al cruzar la puerta como respuesta a la cordial apertura de la misma me encuentre en una hogareña estancia. Acabo de entrar en Landhuis (Señorío), perteneciente al complejo okupa de Landbouwbelang. Y me reafirmo con dicha aseveración por el simple hecho de que la decoración y diseño de su interior parece haber salido de las revistas de decoración más prestigiosas. Muy alejado queda, y sobradamente retratado, el moviemiento de misma índole por ejemplo en España, donde no hay visos de limpieza y gestión cuidada del entorno común y sobran los pósters, graffitis y las manchas de origen desconocido.
Sin entrar mucho al trapo, una de las grandes diferencias que se detecta rápidamente con respecto a sus homólogos sureños radica en la marcada concienciación social de dotar a un equipamiento inerte de vida cultural basada en la compartición y no la simple usurpación de propiedad para vivir del cuento.
Landhuis, situado en el Maas boulevar, es el mascarón de proa de la gran nave industrial que albergaba la maquinaria agrícola para pienso y grano y sus silos. Un edificio que había visto desaparecer sus suelos de madera y que ha recuperado su latir con el esfuerzo y empeño de la comunidad. Bueno, una mitad ha recuperado el aspecto de las plantas ya que la otra mitad del edificio ejerce de espacio vacío.
La planta baja dispone de una pequeña biblioteca y bar de autoservicio con un hogar curioso y bonito con una apertura de carga superior.
La reconstrucción se ha hecho de forma artesanal y usando mucha madera, que le atorga una gran calidez. Los suelos, por ejemplo, vienen de una antigua iglesia que renovaba el piso. El resto de materiales se consiguen por contactos o donaciones amistosas aunque siempre cabe la vía de la recolección monetaria para la adquisición de los restante.
El acceso al segundo piso se hace por unas escaleras que suben en este inmenso y alto espacio. En el primer piso se encuentra la cocina y el acceso por unas escaleras verticales al segundo nivel.
Si el valor acomete el ascenso a los cielos del segundo piso se llega a una buhardilla con la mesa que sustenta la definición de planes futuros y vista a la naturaleza envolvente. Como no puede ser de otra manera, la habitación de estudio y de toma de decisiones está protegida por una estufa holandesa.
El día en que me inmiscuyo en los quehaceres de sus habitantes es Domingo. Y aunque es día de comunión, no lo es de descanso. Landhuis abre sus puertas para que quienquiera realice actividades o tareas que bien puede ser la cocción de panecillos o de artesanía maderera.
Me llevé cuatro panecillos. La mesa, aunque bonita, no tengo dónde meterla.